17 de agosto de 2013

Soy egresado del CUT-UNAM, la escuela esa donde hasta las paredes rezuman mamonería.*

Si no me equivoco (algo que suele suceder muchas más veces de lo que lo desearía), Nicolás Núñez en su libro El teatro antropocósmico dice, palabras más, palabras menos, que a las escuelas de teatro hay que ir como quien va a los bancos: llegar, tomar lo que a uno le sirva y salir huyendo. Y, más o menos, así hice yo al encontrarme con el Centro Universitario de Teatro de la Universidad Nacional Autónoma de México; un Centro que, como dijera el maestro José Ramón Enríquez, es de Teatro porque antes es Universitario. Decir esto no es poca cosa. Significa que su existencia sólo pudo ser haber sido posible bajo el abrigo de un proyecto como lo es, con sus pros y sus contras, la máxima casa de estudios de este país: una Universidad a cuya vocación humanista no le resultaba en absoluto que extraño que el maestro Héctor Azar (conocido entre su detractores como "El Zar del Teatro" porque controlaba los destinos de la producción teatral que se hacía con dineros públicos tanto en la UNAM cuanto en el INBA) impulsara una serie de cursos y talleres abiertos al público que pasara por los teatros de Ciudad Universitaria.

Puede decirse, no obstante, que de alguna manera, como escribiera el maestro Luis de Tavira en 1982 siendo director del CUT, la escuela de la que yo vengo es heredera de las dos vertientes que fundaron el movimiento teatral de la Universidad: Poesía en Voz Alta y Teatro en Coapa. Empero, tendrían que pasar unos 11 años desde la fecha de su fundación el 18 de junio de 1962 para que en 1973 (dos años antes de que yo naciera) el maestro Héctor Mendoza, desde la otrora jefatura del Departamento de Teatro de la Dirección General de Difusión Cultural de la UNAM, emprendiera la reestructuración del CUT para convertirlo en un espacio de formación eminentemente práctica para actores y actrices y directoras y directores, cuya función extensiva de la docencia y la investigación (el CUT no es una escuela, propiamente dicho, de la UNAM; sino un centro de extensión universitaria que, al menos cuando yo estudiaba en él sin ser reconocido como estudiante universitario, sino apenas como un usuario más de los servicios que ofrecía la UNAM, no aparecía ni en el Reglamento General de la misma Universidad); cuya función extensiva, decía, somete a las actrices y los actores a un entrenamiento y una producción experimentales.

La categoría de experimento, sigue el maestro De Tavira, se incorporó al teatro a finales del Siglo 19, cuando las y los artistas teatrales sintieron la necesidad de recuperar la función social de su oficio. Para una sociedad que progresaba científicamente de modo ininterrumpido, el teatro debió tomar el método científico, experimental, para producir un arte experimental, científico, lo que implicó un método estricto cuyo punto de partida era una hipótesis teatral sometida a experimento científico mediante una práctica tentativa una y otra vez, siempre referido a la reflexión permanente de una tesis comprobada que exige la puesta en juego de los elementos del lenguaje teatral antiguos y nuevos.

Con el fin de la década de los 70´s, llegaba a su fin también la época decididamente mendocina y el CUT fue cambiando cada tanto de identidad, pues, ésta obedecía al sello personalísimo, valga el superlativo, de quien fuera su director en turno. Sin mencionarlos a todos, creo que puede asegurarse que los directores más determinantes en la identidad del CUT han sido: el maestro Mendoza, por supuesto; el maestro Luis de Tavira, el maestro Ludwig Margules, el maestro Raúl Zermeño y el maestro José Ramón Enríquez. Cinco respiraciones que se han entretejido produciendo una urdimbre genealógica harto compleja y fascinantemente rica; independientemente, claro, de que a quienes el CUT nos ha pasado (porque algunos, pasan por el CUT; pero, a otros, el CUT nos pasa), aun diciéndonos herederos de todas estas poéticas, cardando fino nos reconozcamos más en deuda con una tradición que con otras.

A mí, por ejemplo, me mordió la ironía socrática que desvela que de aquello que yo creía saber no tengo ni la mitad de la menor idea y la mayéutica a lo Juan de Mairena que me hace descubrir en lo que creo ignorar lo que verdaderamente sé. Sócrates y Mairena, el que dijo aquello de: "Sólo sé que no sé nada; y esto me distingue de los demás filósofos, que creen saberlo todo" y el que dijo aquello otro de: "Ayudadme a comprender lo que os digo, y os lo explicaré más despacio", me mordieron como el duende del que habla García Lorca envueltos en la palabra de un mi maestro cuyas clase él mismo nombra "Clases de Nada": el maestro José Ramón Enríquez.

Porque sí, es verdad: soy egresado del Centro Universitario de Teatro de la Universidad Nacional Autónoma de México, la escuela esa con torrecita de Rapunzel integrada, donde hasta las paredes rezuman mamonería (José Ramón Enríquez dixit); pero mi escuela no fue la del maestro que decía: "después de mí no entra nadie al salón de clases" y, dicho lo cual, dejaba afuera del aula a quienes habiendo llegado antes que él le esperaban en el umbral de una puerta que por cortesía le cedían atravesar primero... o, bueno, sí, un poco; mi escuela no fue la del maestro que para darte instrucciones te decía al mismo tiempo cosas como "putito" o "marrano"... o, bueno, sí, un poco; mi escuela no fue la del maestro que en los ejercicios te hacía vomitar sobre tus pies sangrando porque las ampollas se te habían reventado, otra vez... o, bueno, sí, un poco.

Mi escuela fue la del encuentro gozoso, festivo, con la palabra; la de la respiración jugando, cantando, en guardia, desde el dantian, con mortal al frente tragando fuego, corriendo alrededor del Espacio Escultórico, tendido sobre el asfalto caliente del estacionamiento creyéndome Segismundo, leyendo a los clásicos, escuchando música de todos los tiempos, trepando y bajando de bombero por la escalera extendible en el foro, viendo Adiós a mi concubina o El séptimo sello, registrándolo todo en mis bitácoras o recostado en la cama mirando el techo rascándome lo que más me apeteciera según el momento.

Ahora bien, el CUT no ha sido mi única escuela de teatro. También tuve de escuela teatral los campos semidesérticos de una Comarca Lagunera, hoy lacerada por el narcotráfico; los patios de las cárceles de un Morelos al que la clase política, se vista del color con que se vista, no deja de expoliar; las alcantarillas de las calles de la colonia Guerrero de una ciudad de México dignamente ganada y vergonzosamente devuelta al priismo rampante de ayer, hoy y siempre; la cancha de basquetbol del caracol zapatista de Oventik, en un Chiapas sitiado por las hordas de paramilitares que obedecen la voz de sus caciques, o, inclusive, los salones con azulejos de 1955 sobre los que no puedes correr ni brincar de una otrora escuela primaria en Mérida, la de Yucatán, la del homenaje público en hoteles, avenidas y estatuas de chocolate a los asesinos y esclavistas de indígenas.

Pero, bueno, ya he abusado demasiado de su tiempo y a mí sólo se me ha invitado para hablarles de lo que me significa ser egresado del Centro Universitario de Teatro de la UNAM; algo que quizás haga en otro momento.

Muchas gracias.

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* Palabras de bienvenida para el ciclo escolar 2013-2014, en la ESAY-Teatro.

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