12 de julio de 2013

«Puente Alto», de Enrique Ballesté. Notas genealógicas.

Mi teatro, si es algo, es poesía,
ya que, como ella, responde no tanto a un oficio
como a un arranque intempestivo de amor,
de furia, de impotencia, de rabia y desesperación.
Enrique Ballesté.

Es casi la 1 de la tarde, el calor del trópico meridano invade impunemente el departamento burlándose del ventilador Bahamas Breeze (con ese nombre cómo no burlarse) que cuasi inútilmente mueve sus aspas a un metro de la cama; a un lado, el saco de Orgón del Tartufo de Molière en que me dirigió Miguel Ángel Canto parece encogerse de hombros ante la cabeza de maniquí donde hasta hace unos días estaba su peluca de estopa y cilindros de cartoncillo y ahora se posa la peluca platinada de Doña Chita del Puente Alto de Enrique Ballesté que dirige el maestro José Ramón Enríquez, mientras el dolor de cabeza que me acompaña desde la mañana y que apenas cedió un poco durante la lectura de Imposibilidad… me expulsa de la cama a la ducha y de la ducha al ordenador.

Ya frente al ordenador… la computadora, pues, dejo que el ventilador haga lo suyo y aprovecho para secarme los restos de agua que se me han quedado en el cuerpo…  ¡Cómo me gusta el cielo meridano! Muchas veces he pensado que cuando esté muriendo me gustaría que, como dice la canción, me traigan aquí; además de por joder, como dice el chiste que cuenta José, porque lo último que quisiera ver son estos colores. La primera vez que surqué estos cielos era la tarde-noche del 15 de octubre de 2008, mi hijo y yo arribábamos al aeropuerto de la ciudad de Mérida, la de Yucatán, por primera vez en nuestras vidas. Veníamos de una especie de autoexilio y, por fortuna, llegábamos al abrigo de dos de los tres proyectos que hoy por hoy llamo mis casas: Teatro Hacia el Margen y la Escuela Superior de Artes de Yucatán; el tercero, Tapanco Centro Cultural, vendría cuatro años después.

Si quisiera escoger un punto en específico para comenzar a contar la historia que me trajo hasta Puente Alto, escogería esos días. El Morelos que mi hijo, nacido en Cuernavaca, dejaba atrás era ya el Morelos devastado por gobiernos criminales y autoritarios que es ahora, y las ciudades de que yo me despedía, México, Puebla y Cuernavaca misma, no podían contener más la sensación de inermidad que la represión de 2006 en Atenco y Oaxaca y de siempre en Chiapas me habitaba. Unos días antes de nuestra partida me topé ¿casualmente? con mi tío Eduardo, quien además de ser mi tío es uno de mis maestros de teatro más significativos y entrañables, íbamos a bordo de un camión de pasajeros rumbo a Jiutepec: él, a dar un taller a muchachas y muchachos que no tenían ni la mitad de la más mínima idea de la talla del cómico al que le pagaban una miseria por ser su guía dionisíaco; yo, no recuerdo a qué.

Le dije que me mudaba con Adis a Yucatán y en medio de un apretón de manos que quise convertir en abrazo sin atreverme a hacerlo me dijo que en Mérida encontraría al hijo de Tonino, que trabajaba con José… el maestro José Ramón, dijo él. Tonino, mejor conocido como Antonio Herrero del Rello, había fundado junto con Enrique Ballesté y no sé quiénes más al grupo Zumbón en 1975: el año en que yo nací. Tres años después, el 1 de junio de 1978, Lalo y otros doce carnalitos y carnalitas suyos de tablas, provenientes todos del Grupo de Teatro y Poesía Coral Mascarones, fundaron el Grupo Cultural Zero, colectivo que a decir del investigador Donald Frischmann llegó a colocarse «a la vanguardia del teatro popular e independiente de México» junto con el Zumbón y el Zopilote. Tonino era, pues, al ser como una suerte de hermano mayor de tablas de Lalo, un tío teatral para mí; su hijo, a quien yo no identificaba a pesar de haberlo visto actuar un par de veces, era entonces algo así como mi primo… un primo de tablas.

Lalo una vez me contó que Ballesté le dijo que para ser parte del Zumbón se necesitaban dos cosas: jugar al futbol y tener un hijo. Ignoro si ése fuera el caso de todos los zumbones; pero, definitivamente, no era el de Lalo. Eso no le impidió, sin embargo, actuar en la que muchos consideran la última puesta en escena con el sello característico del Zumbón: Eurídice, canción medio triste en cuatro canciones y un epílogo, escrita por el mismo Ballesté y dirigida por Jesús Coronado; Lalo venía de trabajar con el San Francisco Mime Troupe en 13 Días / 13 Days: How The New Zapatistas Shook The World, producción dirigida por Daniel Chumley con textos de Joan Holden, Paula Loera, Daniel Nugent y Eva Tessler para la que, además de actuar, hizo la música.

Yo ya estaba para entonces en el Zero, perderme la función de estreno de Eurídice sería tanto como alta traición a mi genealogía de cómico; así que allí, en mitad de esa vecindad enclavada en la colonia Guerrero de la ciudad de México, vi y saludé por primera vez a Enrique Ballesté y a la plana mayor de los zumbones, Tonino incluido… y, quizás, también su hijo. Jamás olvidaré ése montaje; además de que en su conjunto Eurídice representa uno de los teatros que deseo hacer, porque aquella noche conocí la guarida Zumbón. Años más tarde, Daniel Martínez, a quien con admiración y cariño le llamo apá, en su clase de combate escénico en el Centro Universitario de Teatro de la UNAM me llamaría: m’ija Violeta por portar orgulloso mi playera de ése color del Zumbón, con aquello de «Volver a los 17…»

Entre la primera y la segunda vez que vi y saludé a Enrique Ballesté pasaron seis años. Yo estaba en la taquilla del Teatro del IMSS en Santa Fe, entonces bajo comodato encabezado por la compañía Perro Teatro, dirigida por mis queridos Ana Luisa Alfaro y Gilberto Guerrero, cuando Ballesté, que había hecho la música para Las aves, obra original de Aristófanes dirigida por Gilberto con la que Perro Teatro se despidió del Santa Fe, llegó a ver la última función. Y, cosas del destino, lo acompañaba el mismo Tonino, a quien yo no veía desde el aciago diciembre de 1997 (estábamos desayunando juntos cuando la noticia de la masacre de Acteal, mancha de sangre en el historial de un Ernesto Zedillo cuya impunidad le permite inclusive ser aceptado en The Elders fundado por Mandela, salpicaba noticiarios y conciencias); habíamos sido invitados a participar en la Cabalgata Gillete (puaj de nombre) de Querétaro ése año.

No obstante, a Ballesté le conozco la voz, la palabra y los acordes desde muy pequeño: en una de mis ramas familiares, el 68 y su 2 de octubre que no se olvida es historia no sólo nacional, sino privada, y Ballesté, que para nosotros es simplemente Enrique, es parte inseparable de ella; aún así, enfrentarme lo que se dice enfrentarme a su palabra para vestirme con ella no lo haría sino hasta 1995 en su obra Un 4, donde un viejo zapatista va contándole a su nieto de camino a un demagógico homenaje a Miliano tres breves historias donde se condensan la resistencia y la memoria de los pueblos que han sobrevivido al saqueo de sus tierras por parte de «los señores del poder y del dinero». El Zero montó dos de esas historias: Paso de madrugada, que con Berta Alicia y Lalo era un poema, y Los fusiles de Zapata. En esta última, Lalo hacía de un veterano zapatista que para resistirse a la enajenación de sus tierras desenterraba un viejo fusil oxidado y enmohecido que había escondido de cuando Gildardo Magaña pactó con Álvaro Obregón la rendición de facto del Ejército Libertador del Sur tras el asesinato de Miliano; yo, del funcionario de la Reforma Agraria que al final, por accidente y no, le daba muerte.

De entonces a ahora, si las cuentas no me engañan, han pasado 18 años. Mucha sangre y mucha agua han corrido por estas calles y ríos nuestros y mis pasos, amén de los capítulos muy personales e íntimos, me trajeron con mi hijo a las tierras donde justamente las y los zumbones se consolidaran como grupo. Aquí, en Yucatán, mientras se presentaban con La familia chumada en pueblos y comisarías ante un público en su mayoría mayahablante, se gestaría Doña Chita, «personaje que –según nota del mismo Ballesté– para comunicarse con los demás usa la expresión corporal, la pantomima y el teatro mudo, [un] teatro que basa su lenguaje en las señas y gestos que normalmente utilizamos cuando nuestros interlocutores se hallan lejos y no escuchan nuestra voz.»

De la experiencia con La familia chumada, escribe Felipe Galván:
«Durante su estancia yucateca y en trabajo directo con poblaciones indígenas, se encontraron con el problema de la comunicación, pues los integrantes del Zumbón realizaban su trabajo en español chilango y diversas comunidades no los entendían en absoluto. Después de plantearse el problema decidieron desarrollar una propuesta teatral sin palabras, que abordara uno de los problemas de la sociedad a la que iba dirigida el trabajo […] El éxito, gracias a la comunicación extraordinariamente rica con los pueblos mayas donde se movió la propuesta, fue enorme; pero, más importante, la praxis metodológica como creación colectiva y teatro social dejó un aprendizaje de enorme originalidad que poco se conoce y, por ende, poco se ha estudiado.»
La familia chumada, se presentó en Yucatán durante 1975; Puente Alto, obra con la que Ballesté recibe el Premio Bellas Artes Mexicali de Dramaturgia, se termina de escribir en 1988: trece años llevaron a Ballesté disponer las cosas para que un personaje como Doña Chita acudiera a su pluma. Yo caminaba de la mano de mi padre por las calles de una ciudad de México que poco a poco se iba poniendo de pie entre los escombros de los sismos de 1985 gritando en las manifestaciones contra el fraude electoral de 1988: «¡20 millones, Ja, Ja, Ja!», contagiado de una indignación que bien a bien no terminaba de entender. 25 años después, Doña Chita regresa a tierras yucatecas y por azares del destino no sólo lo hace en su estreno mundial, pues en un cuarto de siglo Puente Alto no había sido estrenada, sino que lo hace en el cuerpo de un chilango que de niño y adolescente jugó al futbol y ahora es papá y se declara heredero de la tradición estética e ideológica que hermanara a las tres «Z» del teatro popular e independiente de los 80´s: el Zopilote, el Zumbón y el Zero.

Sí, el de la pluma es un huach que debido a un bomberazo de última hora ha tenido que encarnar a la Doña Chita de Ballesté viviendo más como director adjunto que como actor el «trabajo de experimentación y búsqueda del o de la intérprete y la dirección» que pide Ballesté y que Galván propone estudiar. Por fortuna, lo hago caminando al lado de una generación de muchachas y muchachos que supieron poner oído, corazón, respiración y disciplina a una palabra que viniendo aparentemente de tan lejos en el tiempo hoy sigue siendo tan cercana y dolorosamente vigente como hace 25 años; lo hago de la mano, teniendo el honor y el placer de ser su adjunto, del maestro José Ramón Enríquez, quien en ése su modo muy a lo Juan de Mairena hace de cada proceso de puesta en escena a su lado una verdadera cátedra, y, por supuesto, para que este camino genealógico pudiera estar completo, lo hago con la tierna complicidad de Pablo Herrero, el hijo de Tonino que fundó con el maestro José Ramón Teatro Hacia el Margen y, en tanto coordinador de difusión del área de artes escénicas de la ESAY, es productor ejecutivo de la puesta en escena de Puente Alto, zumbón de nacimiento y, por esa vía, mi primo de tablas.

Cuatro funciones les quedan por delante al Coronel Téllez (Juan José Chacón), al Narrador y a Chiricuto Chi (Ángel Fuentes Balam), al Sr. Encino (Munir Bates), a Beatriz Encino y el Padre Cura (Glendy Cuevas), al Abonero (Maritza Figueroa), al Pariente y la Embajadora (Aara Moguel) y a Doña Chita para seguir caminando la escena meridana; sería un acto de justicia poética que esas cuatro funciones se multiplicaran en muchas más, de modo que Puente Alto se presentara lo mismo en municipios del estado que en comisarías, colonias y barrios de Mérida. Así, los personajes que visitaron a Ballesté hace 25 años y que esperaron tanto tiempo para andar sus primeros pasos por estas tierras podrían terminar de asentarse en nuestros cuerpos y voces de actrices y actores en una experimentación cara a cara con el público y, si pasamos el sombrero, podrían sumarse a la campaña de solidaridad con el juglar que les pergeñó, ahora que Enrique, en eso de jugar a la vida, necesita que sus colegas, amig@s, familiares, camaradas y personajes le echemos la mano y metamos el hombro.


«Yo pienso que a mi pueblo» Letra: Enrique Ballesté. Intérprete: Amparo Ochoa.
(Canción cuyos fragmentos enmarcan nuestra puesta en escena de Puente Alto).

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