6 de septiembre de 2012

Octavio Castro (1977-2012).



Son casi las 2 de la mañana. He visitado tus cuentas en Feisbuc y Tuiter como no lo hacía no sé desde hace cuánto; tanto, que ni siquiera supe que habías sido hospitalizado. «Un mal hepático», dicen los boletines de prensa y las notas que de ellos abrevan intercalando la información que aparece de ti en tu página güeb y en la Güiquipedia. Veo tu foto recostado entre las sábanas del hospital: sonríes; como pie de grabado, prometes restablecerte pronto y todos te echan porras. «¿Qué pachó, Octavio?», te dice Joaquín Cosío, y eso justo, si te tuviera enfrente, es lo que te preguntaría ahora: ¿Qué carajos pasó?

Ustedes, señoras y señores, tal vez no lo sepan… o tal vez, sí; pero, Octavio Castro, a quien ustedes han visto en películas como De la calle, Zurdo, El violín o Así del precipicio, comenzó a hacer teatro hace casi 25 años. Por ahí, en una entrevista, dijo que llegó a estar en tres grupos distintos y que fue entonces cuando se dio cuenta que se dedicaría al oficio de Tespis. Yo sabía que había participado con la banda del Taller Artístico Creativo de Oriente (TACO); platicamos largo y tendido de eso y otras cosas, una noche saliendo de la estación Guerrero del Metro.

¿Te acuerdas, «Negrito»? Yo iba todo madreado cruzando la calle de Zarco cuando me detuviste gritando mi nombre. Me preguntaste si ya había cenado y te respondí que sí; te diste cuenta de que te estaba mintiendo y para no avergonzarme me pediste, de favor, que te acompañara: aquellos tacos, que sabrán dios y el diablo de qué estarían hechos, me supieron a gloria. El «Oso», el «Chucky» y el «Ratita» andaban por ahí y, como me saludaron, te saludaron a ti también: nos invitaste la cena a todos. Ellos no se quedaron a la charla, pero nos dejaron su olor a mona aderezando la maciza, el surtido y las tripas como preámbulo perfecto para que habláramos de teatro, política, chavos en situación de calle, tráfico de drogas, prostitución y hasta de la oferta culinaria de la aguerrida Guerrero. Esa noche hablamos más de lo que lo habíamos hecho durante nuestra residencia en el CUT.

Porque ustedes no lo saben… o quizás, sí; pero Octavio y yo estudiamos, que es como vivir, en el CUT de la UNAM, ése Centro que, como dijera nuestro maestro José Ramón Enríquez, es de Teatro porque antes es Universitario. Y, por un pelito de rana calva, no nos tocó estudiar en la misma generación. Bueno, la verdad es que fue porque me apendejé: hice audición y todo, pero no fui a la entrevista final con el maestro Enríquez; de haber ido, mi generación hubiera sido la de Octavio, Mahalat, José Luis, Moreschi, Ricardo, Sharon, Gina, Chacón, Raquel, Carlos, Gabriel, Rebeca, Hugo, Mauricio, Alex y Lalo. Tuve la fortuna de que no lo fuera: me hubiera gustado titularme con un Brecht de la mano de la maestra Sandra Félix; pero, aquí entre nos, haberlo hecho con Camino rojo a Sabaiba de Óscar Liera, capitaneado por Sergio Galindo, no estuvo nada mal.

¿Te acuerdas, «Choco», cómo jugábamos a pelear por eso? Que si Brecht no tiene comparación, Que si el Liera de «La gesta sinaloense» no le pide nada a nadie, Que si la escenografía de Philippe era una chingonería, Que si la de Papá Pancho era más práctica… ¿Te acuerdas cómo pesaba esa chingadera de ustedes?; teníamos que entrarle al quite como tres grupos completos para desmontar ésa madre… Pero, eso sí: ¡Qué puesta en escena más chingona! Estaban todos como para comérselos, y Mahalat… bueno; Mahalat estaba, simplemente y pa’ cabar pronto, soberbia… Y, La ciberneta, ¡qué cosa!

Ustedes seguro recordarán, señoras y señores, que cuando La ciberneta, escrita por Ilya Cazés y dirigida por Mauricio García Lozano, se presentó en el Foro del CUT, las filas de la gente que iba a verla se alargaban metros y metros; había veces en que tenía uno que formarse desde por lo menos dos horas antes para alcanzar lugar. Octavio, que hacía de Dirtycock, tenía un tour de force con Raquel, que interpretaba a Wetpussy… bueno, con esos nombres, nomás imagínense: de antología.

Octavio ha tenido sus personajes memorables, ¿cómo no? Pero, si de escoger se trata, me quedo con su actuación como Lidia Ana de Rozier en Los endebles, de Michel Marc Bouchard, bajo la dirección de Boris Schoemann, y con una breve pero muy dilecta colección proveniente del séptimo arte, entre los que se encuentran: Antonio (Al final del surco, 2006), Zacarías (El violín, 2007), Taradito (Fuera del cielo, 2007), Jorge (La sangre iluminada, 2008) y Toto (Viaje redondo, 2009), un personaje que, a decir del mismo Octavio, llegó a él en un momento clave:
Una vez un buen amigo me dijo que en cualquier trabajo tienen que pasar: diez años, para que seas un profesional; veinte años, para ser un experto; treinta años, para ser un maestro, y cuarenta años, para ser una eminencia. Viaje… la filmamos diez años después de tener mi primera experiencia de trabajar en cine […] fue para mí el cierre de un ciclo y el comienzo de uno nuevo […] representó reencontrarme conmigo mismo [con el que fui] diez años antes, cuando trabajé por primera vez con Gerardo [Tort], y con el que soy ahora; todo para ser siempre mejor trabajador, mejor actor y mejor persona.
Y, sí que lo fuiste, mi querido «Choco».

Vaya que lo fue, señoras y señores.

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